El poeta y su maestro, don Alejandro García

El poeta es oriundo de un pueblito semi rural de la zona centro-sur de Chile. Tiene estudios a medio terminar de pedagogía en Santiago y ha cumplido con algunas labores de escasa importancia en la diplomacia de su país. Estamos en 1939 y con 35 años compra un terreno sobre una loma, que termina justo en una playa de arenas gruesas, frente al Pacífico, porque su verdadera vocación no es ni hacer clases ni jugar a ser embajador, sino las letras, la poesía en específico, y, en ese momento de su vida, siente que debe embarcarse en un proyecto literario mayor, que le exige un hábitat idóneo para gestarlo. Y ese hábitat está ahí, en esas tierras cubiertas de vegetación nativa que enfrentan al frío y habitualmente embravecido océano, en un segmento de las costas todavía agrestes, sin urbanizar.

El salto no es trivial. No proviene de una familia pudiente y está lejos de una posición encumbrada en cancillería. Su principal fuente de ingresos viene, en el fondo, de sus libros. Porque se trata de un poeta de éxito, cuyos primeros libros publicados en Chile, muy joven, le hicieron ganar un lugar de relevancia en el medio local, y, luego, tras temporadas en Europa, ha logrado que su talento empiece a ser reconocido en otros países de habla hispana. Le compra el terreno a un médico con apellido de resonancias históricas -Bulnes-, quien a su vez se lo había comprado a un marino español, que llegó a construir en él una pequeña cabaña de piedra. La transacción, que por su naturaleza no tendría por qué tener alguna trascendencia, con el tiempo adquirirá ecos impensados. Arturo Aldunate, un ingeniero, gerente de empresas, de casi su misma edad (que, siguiendo su ejemplo, partirá incursionando en la poesía para luego encontrar su horma en el ensayo científico y comprando otro terreno próximo al suyo), anotará con escrúpulo de exégeta el monto: 30 mil pesos.

La casa de Isla Negra, en los primeros años

Es poeta y tiene muy claro que por delante una cadena de proyectos le exigirán máxima entrega y concentración (de ahí la necesidad de contar con ese hábitat algo perdido y aislado). Pero de antisocial no tiene nada; por el contrario, ama las fiestas, disfrazarse, gozar de la buena mesa rodeado de amigos. Ese hábitat debe expandirse, ampliarse, volverse menos monacal. Recluta para estas labores a un nativo de la zona, rugoso y espigado, con aire de hidalgo extremeño. No es joven, ya pisa los cincuenta, pero se desenvuelve con gran habilidad levantando muros de piedra.  

Veinte años más tarde, tras haber sido senador y haber sacado adelante esos proyectos de aliento mayor que han hecho que su nombre alcance un volumen a escala mundial, el poeta escribe un nuevo libro, dedicado a su casa sobre la loma, junto al océano. Como es su costumbre desde hace ya un tiempo, en éste fijará su atención en objetos y seres simples, que rodean su cotidianeidad. Así, reservará estrofas a este primer maestro, celebrando su trabajo y bienhechora destreza, a quien, además, un joven fotógrafo de la prestigiosa agencia Magnum retratará con su lente. Su rostro nos mira, con sus ojos vidriosos, quemados por el glaucoma: Alejandro García Riquelme. Tres veces viudo, siete hijos, nativo de El Totoral. Sobrevivirá casi tres años al poeta, falleciendo en mayo de 1976.

Hay que ver esas manos.

No hay piedra que se les resista.

No hay cantero como él.

La casa fue como un racimo de piedras de granito que se fue agrandando en las manos tremendas del maestro García,

sopesando las uvas de granito y haciendo crecer mi casa,

como si ella fuera un arbolito de piedra,

plantado y elevado por sus grandes manos oscuras.

Fragmento de “Una casa en la arena”, de Pablo Neruda, 1966

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