Pedro Subercaseaux dejó una huella de relevancia en la historia de Algarrobo. Se trata de un artista de innegables méritos, quizá el pintor de motivos históricos más completo que ha existido en Chile, cuyo vínculo con el balneario no se limitó a breves temporadas de descanso, sino a una estadía prolongada de 3 años, desde 1915 a 1918. Además, nos ha legado un testimonio de inigualable valor: en sus memorias destina todo un capítulo a relatar en forma amena y detallada cómo fue su paso por el aquel entonces pequeño poblado de la costa central.
La residencia de Subercaseaux ha sido resaltada en los trabajos de investigación en torno a la historia algarrobina. Manuel Dannemann, quien ha hecho los esfuerzos más significativos en este ámbito, reserva páginas en sus libros para referirse al tema. Menos atención se ha puesto, en cambio, en la relación que sirve de antecedente directo a la que establece el pintor con la localidad costera. Se trata de la de su madre, Amalia Errázuriz Urmeneta. Su hijo explica que la elección de “El Algarrobo” como destino para llevar una vida lejos del ajetreo de la urbe, junto a su esposa Elvira Lyon, se debe fundamentalmente a los gratos recuerdos compartidos por su madre, quien de niña solía pasar los veranos en aquellas idílicas costas de la zona central.
Este vínculo es harto interesante. Amalia Errázuriz nace en 1860. Es la única hija del matrimonio formado por Maximiano Errázuriz Valdivieso y Amalia Urmeneta Quiroga, entre 3 hermanos. Su padre es propietario de un extenso fundo en Panquehue, valle de Aconcagua, produce viños y además desarrolla una relevante actividad como parlamentario desde las filas del partido conservador. La fortuna de su madre es todavía mucho mayor, como hija de José Tomás Urmeneta, uno de los primeros magnates de la minería de Chile, quien incluso llega a postular a la presidencia en 1871. A los 19 años Amalia se casa con Ramón Subercaseaux Vicuña, con quien comparte la alta alcurnia y la ascendencia vasca. Es precisamente en esas dos primeras décadas de su vida cuando se desarrolla su vínculo con Algarrobo, el cual, para nuestra fortuna, también cuenta con un testimonio escrito. Su hija Blanca publica en 1934 un libro biográfico en torno a su madre, que nos entrega algunos antecedentes valiosos.
Se nos aclara que los Errázuriz Urmeneta cada inicio de enero se trasladaban desde Santiago hasta Algarrobo, en un viaje en al menos dos coches tirados por bueyes, uno para los patrones y otro para la servidumbre, el que se iniciaba al amanecer y podía fácilmente durar un par de días. Como sabemos, su hijo Pedro llegará hasta las costas algarrobinas en demanda de paz y tranquilidad, respondiendo a una fuerte necesidad espiritual, la cual lo llevará, en la década de 1920, a terminar ingresando a la orden benedictina como monje. Amalia, por su parte, también conoce un período de particular sensibilidad religiosa, que se manifiesta precisamente en aquellos años como adolescente veraneante de Algarrobo. Entre paseos a caballo y caminatas por la playa, visita con regularidad la iglesia La Candelaria. En su diario, apunta:
“Me era muy agradable el retardarme allí en el santuario, sintiéndome como olvidada y alejada del mundo y muy cerca de Dios: era más conforme a mi espíritu el estarme allí tranquila […] Jesús parecía llamarme a Él, y yo sentía en el silencio de esa pequeña iglesia lo que no podía sentir en el bullicio y el paseo.”
Hoy, del paso de estos dos distinguidos visitantes de Algarrobo, madre e hijo, nos queda la huella dejada por Pedro, la casa que construyera próxima a La Candelaria, un centenar de metros cerro arriba, “El Refugio de San Francisco”. Y en los muros externos de ésta, una bella de pintura del santo rodeado de aves, la cual, con más de un siglo de antigüedad, luce un avanzado estado de deterioro.