Nuestros artistas

Algarrobo, 1915. Testimonio del pintor Pedro Subercaseaux

Cuando se apunta sobre el fuerte acervo cultural de este litoral -el “litoral de los poetas”-, nuestra comuna, Algarrobo, parece quedar un tanto rezagada frente a El Quisco -Isla Negra-, El Tabo -Las Cruces- y Cartagena. Sin embargo, Algarrobo tiene, y no poco, para aportar en este sentido. Quizá, más que por la poesía o las letras, Algarrobo sobresale en el campo de la pintura. Distingo al menos tres grandes figuras de la pintura chilena fuertemente ligadas nuestra comuna: Pedro Subercaseaux, Alberto Valenzuela Llanos e Ismael Roa (premio nacional de artes 1985). Lo notable de los dos primeros es que se trata de artistas que recalaron en nuestro balneario mucho antes de que cualquiera de los grandes poetas -Neruda, Huidobro, Parra- más fuertemente asociados a nuestro territorio.

Cronológicamente, el primero de todos es Pedro Subercaseaux Errázuriz, que llega a Algarrobo nada menos que en 1915 y permanece hasta 1918. El artista, hijo de familias acaudaladas, tiene 35 años y se encuentra en la plenitud de sus capacidades creativas. Tal como lo menciona en sus memorias, junto a su esposa buscan un lugar con silencio y paz, y es, de alguna manera, por medio de su madre, Amalia Errázuriz, quien recuerda con gusto los veranos pasados de niña en Algarrobo donde “no iba nadie”, que terminan decidiendo asentarse en estas tierras.

Especialmente notable resulta la descripción que el artista hace de Algarrobo, a su llegada hace 106 años atrás, que en gran medida condensa también un rasgo esencial y distintivo de la identidad de este balneario:

“Toda la región me parecía maravillosa: su bahía tan mansa y solitaria, el suave color dorado de sus hierros, la apacible modorra de su pueblo de pescadores. Las escasas familias santiaguinas que allí veraneaban, deseaban mantener en cuanto fuera posible ese estado de paz. Sentíamos sí la necesidad de mejorar la situación moral y material de los pobres pescadores, pero estábamos de acuerdo en no desear la erección de un casino o de un hotel que trajesen las costumbres de la gran ciudad a este tranquilo rincón.”

De esto hablábamos después de una ruda jornada de trabajo, plantando y regando, mientras tomábamos una taza de té, sentados frente al fuego de nuestra chimenea, sobre la cual campeaba un bajo relieve de greda que representaba a San Cristóbal. La tarde, aunque algo húmeda, era serena. Por encima de la pequeña quebrada veíamos el mar, pero no el pueblo, excepto el techo inevitable del “rascacielos” de la señora Lina. Fuera de ese detalle, la casa había sido hecha para enfocar un conjunto completamente armonioso y apacible. Hablábamos, pues, del agrado de vivir tan a nuestro gusto en este “remanso de eternidad”, como lo llamara un amigo poeta, cuando, como caldo de otro mundo, nos llegó el señor alcalde…”