La figura de Carlos Rozas Larraín encierra uno de los casos más singulares de las letras chilenas. Su primer libro publicado es “Isla Negra”, que aparece en 1959 por la entonces prestigiosa Editorial Nascimiento. El libro, como suele ser más o menos habitual cuando se trata de una primera obra literaria, se resuelve como una suerte de conjunto de crónicas con alta carga autobiográfica, enlazadas sin mayor progresión argumental. Lo llamativo, para nosotros, habitantes litoraleños, es que Rozas elige narrar en torno a su estadía en el pequeño balneario que aflora justo al norte de la desembocadura de la quebrada de Córdova, que hasta hoy conserva dimensiones relativamente reducidas, pero que entonces, década de 1950, no pasaba de ser más que una veintena de casas sin trama urbana definida.
Su debut literario Rozas lo hace cuando tiene 58 años. Su libro es recibido con beneplácito –leo una crítica de Alone que lo aplaude- y marca un nítido viraje en la trayectoria de su autor. Hasta la aparición de “Isla Negra”, la hoja de vida de Rozas luce consagrada de lleno a la actividad empresarial y política. Formado como ingeniero en la Universidad Católica, con temprana afiliación al Partido Conservador y una labor larga -doce años- como diputado de ese sector. Ni el primero ni el último político de derecha que en su madurez incursiona en las letras, el caso de Rozas tiene rasgos peculiares, porque “Isla Negra” no será un ejercicio puntual y aislado, sino que marcará el arranque de un quehacer literario que se prolongará hasta su muerte y que reportará un nada despreciable recuento de otras 3 novelas, un libro de relatos y otro de poesía.
Más interesante todavía me resulta el viraje ideológico de Rozas. Cuando llega al parlamento, fines de la década del 30, tenemos a un joven ingeniero conservador que empieza a amasar fortuna con explotaciones agrícolas en distintos puntos de la zona central. Veinte años más tarde, con una posición económica más que solvente, se aparta de la política y los negocios para venir a instalarse en aquel incipiente balneario, como una forma de estar más cerca de quien llama con máximo respeto y admiración como “El Poeta”, Pablo Neruda. Rozas, de formación y trayectoria de vida en las antípodas a la del comunista ex-senador Neruda, logra integrarse plenamente al círculo social que activa la residencia de éste en el balneario. Las páginas de su novela nos ofrecen varias muestras de aquello –los animados almuerzos en casa de los lugareños; la cotidianeidad de la pareja formada por la juguetona Totó y el versátil y apacible Alfonso Leng, brillante compositor y odontólogo; los solitarios paseos de un joven José Donoso por las calles del pueblo-.
El testimonio más potente, sin embargo, Rozas lo reserva para el cierre del libro. En “La cueca de despedida” y, sobre todo, “¡Viva la fiesta!”, como privilegiado testigo, nos despliega un verdadero friso donde va detallando la notable concurrencia que solía recalar en las periódicas recepciones en casa de Neruda. La envergadura de aquella constelación de figuras nos asombra y encandila: Juvencio Valle, González Vera, Hernán del Solar, Coloane, Manuel Rojas, Nicanor Parra, Benjamín Subercaseaux, Alone, Acario Cotapos, Venturelli, Nemesio Antúnez, Allende, los ya nombrados Leng y Donoso…
Sobre las mismas piedras del patio de la casa isleña, donde ahora solo vemos circular grupos de silenciosos turistas atentos a las instrucciones que les entrega un dispositivo que llevan pegado a sus orejas, nos cuesta volver a escuchar las risas, el animado murmullo de voces, los sones de fiesta, y ver reemerger aquella notable concurrencia, sus antiguos pobladores. Rozas Larraín, con su casi olvidada “Isla Negra”, nos recuerda sobre la calidad increíblemente rica del sustrato cultural de estas tierras litoraleñas, apenas escarbado en la superficie, y muy tímidamente, por sus actuales habitantes.