En octubre de 1967, Neruda estrenó la que sería su única obra escrita para el teatro, “Fulgor y muerte de Joaquín Murieta”. Es probable que el empujón que lo llevó, pasados los sesenta, a internarse en un género para él totalmente nuevo haya venido del lado de Shakespeare -justo poco antes había traducido “Romeo y Julieta”-. El hecho es que su texto no se puso en escena siguiendo el camino convencional, sino, por el contrario, se dejó permear de lleno por las tendencias más álgidas del momento. Integrando los aportes de un grupo de artistas jóvenes sobresalientes -Guillermo Núñez en la escenografía, Patricio Bunster en la coreografía y Sergio Ortega en la música- la obra terminó estrenándose en un formato en plena sintonía con la época, el de cantata –que alcanzaría su expresión culminante tres años más tarde con “Santa María de Iquique” de Luis Advis-. Se trató, por cierto, de un evento mayor dentro de la escena cultural chilena. Las notas de prensa aplaudieron con entusiasmo la producción en lo global, pero hubo algunas, no pocas, que reservaron reparos para el trabajo del poeta debutante en las tablas.
Muy por encima de esas pequeñas nubes, Neruda quiso celebrar, a su manera, a lo grande. Una luminosa tarde de primeras tibiezas recibió a un numeroso grupo –elenco completo, equipo técnico, amigos y camaradas varios- en el amplio patio de su casa de Isla Negra. Vistiendo un impecable suéter oscuro, el anfitrión se paseó sonriente saludando a los actores, abrazando a las actrices, haciendo amague de clavarse el cuchillo con el que se disponía a partir una torta de proporciones pantagruélicas hecha especialmente para la ocasión. Del otro lado del cerco de tablas de la casa, por la calle de tierra marcada por la huella del paso del agua de las últimas lluvias invernales, los escasos habitantes de aquel pequeño poblado costero, curiosos por las risas y el jolgorio, se habrán preguntado, con desconcierto y fascinación, qué nueva fiesta celebraba el caballero que escribía versos.
Incapaz de resistirse al embrujo de los objetos, de las formas nuevas o inusuales, Neruda hizo traer una de las piezas hechas por Núñez hasta el patio de su casa, para hacer convivir la insolente y colorida figura del bandido Murieta con las de su colección de apolíneas mascaronas de proa.
Septiembre del 73 marcó el abrupto término de las fiestas no solo por la muerte del poeta, sino además por el cierre de la casa del jolgorio, convertida a los ojos de los líderes de la dictadura en una suerte de incómoda sede de actividades subversivas. Pero la perspectiva del tiempo nos permite un enfoque más sereno. Un cineasta anónimo nos dejó una magnífica filmación de aquel encuentro de la primavera del 67. Viendo a ese señor algo rechoncho entre sus invitados, que nos evoca a algún tío que, tras un impecable engominado, esconde un espíritu incorregiblemente travieso y socarrón, y que por esos mismos años compraba un terreno de varias hectáreas en ese mismo litoral para convertirlo en un gran centro cultural comunitario, nos resulta muy difícil no simpatizar, no enganchar positivamente, con el gesto generoso, la cordialidad a toda prueba y esa incombustible inclinación por celebrar, por la poesía, el arte, la amistad y por el simple hecho de estar vivo.