El Archivo de Patrimonio Cultural de la UC guarda una fotografía bella y nostálgica. En ella vemos al escritor Manuel Rojas, de perfil, a contraluz, con un platillo y una cuchara en las manos. Sentado o recostado junto a una ventana, por ésta se alcanza a percibir una tenue, apenas perceptible, franja de mar. La información adjunta nos entrega un dato clave: se trata de la última foto del autor de “Hijo de ladrón” tomada en El Quisco.
Manuel Rojas muere el 11 de marzo de 1973, por lo que hoy, a 50 años de su partida, la historia que encierra esa imagen me parece necesario tratar de armarla, de reconstruirla. Hablo con su hija y autora de esa foto, Paz Rojas. El siguiente es el relato de los últimos días del Premio Nacional de Literatura en base a su testimonio:
En octubre de 1972, el escritor, aquejado de un cáncer, entra al quirófano, de la Clínica Santa María, en Santiago. El diagnóstico es duro. La metástasis se ha expandido por buena parte del abdomen; su misma hija Paz, como médica, lo puede comprobar, presente en el pabellón. Esa primavera y comienzos del verano, la vitalidad de Rojas va poco a poco disminuyendo. Pese al creciente desánimo, recién entrando enero, le pide a su hija que lo lleve a El Quisco. Él había tenido una casa en el balneario, cuyo diseño le había encargado a Germán Rodríguez Arias, el mismo arquitecto a cargo de la remodelación de la casa de Neruda, su amigo, en Isla Negra, pero unos años atrás, bajo apremios económicos, la había tenido que vender. Sin embargo, ahora su hija es dueña de otra casa, en el mismo sector norte del balneario, también encaramada sobre los lomajes y con una generosa vista sobre el Pacífico.
Paz cumple con la voluntad de su padre. Los acompaña en ese viaje Hortensia Dittborn, última pareja del escritor. Pasan los tres casi todo ese mes en la casa del hoy llamado Pasaje Bellavista. Rojas permanece silencioso, ensimismado, buena parte del tiempo en el salón, donde por un amplio ventanal se domina una panorámica de las costas, en dirección a Punta de Tralca. Neruda, también enfermo, desde su casa poco más al sur, le escribe: “De cama en cama, ven a verme”. Paz ofrece llevarlo. Rojas no logra juntar fuerzas, ni ánimo.
Hacia fines de enero, toman el camino de vuelta a Santiago. Saliendo por Algarrobo, pasando por la arboleda de eucaliptos, el escritor le pide a Paz que detenga el auto. “Quiero ver el bosque”, dice. Se baja y se sienta en una silla que su hija le dispone en medio de los árboles. Nadie habla. Rojas respira hondo y durante largos minutos solo observa, contempla. Retoman el viaje; el escritor le hace prometer a Paz que, una vez que se mejore, lo llevará a Cuba. Ella asiente.
Durante la tarde del 10 de marzo, la salud de Rojas se agrava. El malestar es profundo, el decaimiento acentuado. Paz consulta al especialista. Morfina, más morfina. Rojas cae en un sopor. En eso, hacia la medianoche, parece recobrar repentinamente la lucidez. Se incorpora en el lecho y pregunta: “¿qué estamos esperando?” Es una expresión muy propia suya, muy característica. Paz le responde: “nada, papá, solo dormirse”. Rojas le obedece a su hija y se duerme para no volver a despertar más.
Justo 6 meses después, la mañana del 11 de septiembre, una escuadrilla de Hawker Hunters de las fuerza armadas de Chile bombardeará La Moneda, quebrando 82 años de ininterrumpida tradición republicana, caso ejemplar a nivel continental. Neruda no logrará sobrevivir más de dos semanas a aquel aciago evento.