Por Pablo Salinas
San Martín y O´Higgins se sentían abiertamente más cómodos dialogando con los ingleses, con la banca, con la Corona. Sin embargo, Carrera, ya separados los unos de los otros, en medio del fragor independentista y en busca de apoyo para la causa, opta -1815- por ir a golpearle la puerta al ya entonces pequeño coloso americano del norte, Estados Unidos. Esto no puede ser considerado un simple acto de disenso, de rebeldía. Bien presente tenía el ejemplo de Miranda, quien, justo una década antes, había hecho algo similar y, con la venia de Jefferson, había zarpado desde uno de sus puertos en la primera arremetida libertadora hacia Venezuela.
Ya no era alguna corona europea, sino presidentes o congresistas yanquis quienes podían hacer que la balanza se inclinara de tal o cual lado. La nación que hacía 40 años se había sacudido del yugo monárquico, república parlamentaria pujante, que lanzaba destellos al mundo no solo como ejemplar sistema de administración política, sino también en otros aspectos, menos honrosos, más controvertidos. La joven nación que no contenía su vigor expansionista y, con pragmatismo un tanto descarado, confeccionaba una bandera a su medida, la del “destino manifiesto”, para sumar riqueza, ensanchando sin freno sus territorios. En las recién nacidas repúblicas del sur, no eran pocos los que tomaban nota y, con sentimiento contrariado, terminaban concluyendo que era también ése el camino para el desarrollo a nivel local.
A Carrera, el novel general disidente, sin demasiada experiencia, no le fue demasiado bien; sin embargo la penetración yanqui no tardaría mucho en hacerse harto concreta. La minería, vector que va de menos a más en el engranaje de la economía de Chile, nos brinda la evidencia más contundente. Ya Darwin, en su visita a nuestra joven república, había advertido el calamitoso retraso en los procesos productivos en esta área –y, lo que es peor, la actitud refractaria de nuestros mineros a introducir cambios-. Este ambiente no provoca pero sí propicia la entrada, franca, de operadores extranjeros. Primero, cómo no, los ingleses, con North y compañía apoderándose del salitre. Pero nada más entrando en el nuevo siglo, es el turno de los estadounidenses, los yanquis, que desde entonces imponen control y supremacía. Son Sewell y Braden los que convierten un viejo yacimiento colonial de la cordillera de la zona central en la mina subterránea de cobre más grande del planeta, los Guggenheim quienes los suceden -e incluso les alcanza para modernizar los procesos extractivos del salitre nortino- y, poco después, los Rockefeller los que acrecientan la condición de estas tierras como asiento de la mayor riqueza cuprífera del planeta, con la gigante Chuquicamata.
Hacia la mitad del siglo pasado, la influencia yanqui toma, cosa más que sabida, colores hegemónicos en el tablero geopolítico mundial. Pero la hegemonía definitivamente se consagra cuando el ámbito político-económico suma el cultural. Hollywood y el rock and roll ponen el timbre de una supremacía que alcanza volúmenes asfixiantes, pero hay huellas de este influjo desde el gran vecino del norte que se hacen sentir desde antes.
Respecto a esto último, nuestro litoral de Chile central nos entrega una señal elocuente, cuando, a comienzos del siglo XX, las familias acomodadas de Santiago empiezan a construir casas de veraneo en distintas localidades costeras. Los modelos arquitectónicos y de desarrollo urbanístico que, en primer término, se imponen son, como es lógico, europeos, principalmente franceses. Copiar de la mejor manera las señoriales residencias de la glamurosa Biarritz o las villas italianas del Mediterráneo resulta señal inequívoca de status. Pero también, muy pronto, los modelos estadounidenses. Josué Smith Solar, por ejemplo, uno de los arquitectos más destacados de ese entonces en el medio local, hijo él mismo de un ingeniero estadounidense y formado en Filadelfia, tuvo gran éxito desarrollando junto a nuestro Pacífico sur modelos estilísticos yanquis. Las Cruces condensa la más manifiesta expresión en ese sentido, cuando en 1915 se le encarga liderar el desarrollo urbano del balneario y, en poco tiempo, se levantan decenas de casas en estilos Stick y Shingle, nuevos patrones de refinamiento y distinción en el paisaje de la alta sociedad nacional. El modelo yanqui penetra fuerte y se expande: dos décadas más tarde al mismo Smith Solar y a su hijo se les encomienda el desarrollo urbano de Santo Domingo, siguiendo el molde de balnearios californianos.
En ese sentido, resulta muy interesante detenerse en el caso del vecino Algarrobo, balneario favorito de familias linajudas ya desde comienzos del siglo XIX, que, sin embargo, permanece inmune a este fenómeno de las modas de matriz foránea. En Algarrobo no se construyen, por esos mismos años, casas que imiten las villas amalfitanas ni, menos, que imiten los modelos coloniales yanquis, sino, muy por el contrario, las familias santiaguinas preferirán mantenerse fieles a lo vernáculo, a la tradición, optando por lo neocolonial criollo, la huella hispana, el adobe, las tejas de tierra, las líneas sobrias y austeras. Es tan singular –e, incluso, hermoso- este fenómeno, que cuando en 1936, la pudiente familia Astoreca le encarga al notable arquitecto Roberto Dávila Carson el diseño de su casa, no se le pide que lo haga siguiendo las pautas de la escuela modernista –de la cual es pionero en Chile- sino, en cambio, ciñéndose a las líneas del estilo neocolonial.

Hace unos años, cuando la doctora Natalia Jorquera descubrió el sistema antisísmico en la Iglesia San Francisco, la más longeva de nuestras edificaciones coloniales, nos entregó un dato de marca mayor respecto nuestra arquitectura nativa. Ahora sabemos que la valoración de las formas de construir más propias de nuestra tradición no se resuelve solo en aspectos limitados a lo estilístico, sino que también, y en muy alto grado, a factores prácticos o estrictamente técnicos, donde la lección de los bolones de piedra bajo los cimientos de San Francisco nos están hablando de una extraordinaria tecnología, pionera absoluta a nivel mundial.
El caso del desarrollo urbanístico de Algarrobo durante las primeras décadas del siglo XX, que sabe mantenerse distante de los influjos foráneos, incluso a los de la briosa corriente estadounidense, nos hace reflexionar sobre el real aporte de la cultura vernácula, su real trascendencia.
Su valoración no tiene que ver con un trasnochado impulso romántico ni, menos, con una descocada reacción chovinista, sino con saber atender y reconocer la vigencia de esos verdaderos “ecosistemas culturales” que, por su naturaleza más intrínseca, son los únicos capaces de operar de manera autónoma a las dinámicas hegemónicas que dominan en la esfera social, política y económica.

Muy interesante el realto que nos lleva desde Carrera a cerrarcon la arquitectura del litoral central. Como siempre, Pablo con su redacción, nos da un nuevo paseo por la cultura y el patrimonio.