A Neruda lo visitan, lo siguen visitando desde distintas partes del mundo. Lo visitan con lecturas y lo visitan con presencia física. Sus libros se reparten sin problemas en papel o digital, por todas partes, en todos los idiomas. Pero el otro flanco de la creación nerudiana no se desplaza. Ese es el territorio, físico, material, que el poeta dejó marcado con su sello, único, inconfundible. Conocida es la anécdota del reconocido biólogo inglés Julian Huxley cuando, dando un ciclo de conferencias en Chile, pide que lo lleven a ver al “malacólogo Neruda”, ávido por conocer la extraordinaria colección de conchas de moluscos que en Europa le han soplado que un chileno guarda en este lejano país. Solo después el científico se entera que el coleccionista es, además, poeta. Como quizá todos nosotros, mucho después, nos enteramos que el poeta, y coleccionista, era también arquitecto. O, al menos, un singular ideador de casas alucinantes.
Los expertos vienen estudiando esta faceta nerudiana, poniendo el foco en las casas de Los Guindos, La Chascona, La Sebastiana, pero esencialmente en la pieza mayor, la casa de Isla Negra. Que, desde una humilde cabaña de piedra, permitió a Neruda desplegar en plenitud su veta como creador de espacios habitables, pero también de una suerte de peculiares museos, espacios receptores de sus inverosímiles colecciones.
La de Isla Negra, como toda casa, además del arquitecto, necesitó del constructor. Ese fue Rafael Plaza, Rafita, carpintero local que el poeta reclutó a fines de la década de 1940 y mantuvo junto a sí hasta el final de sus días. Rafita, hoy con 98, recuerda al poeta con una lucidez extraordinaria. Hace unos meses, tuve la suerte de conversar con él, mientras recorríamos cada uno de los rincones de la mítica casa, esa otra obra maestra que hoy sigue atrayendo a viajeros de todas partes del mundo. Un testimonio único, que disfrutarán no solo los cercanos a la obra del Nobel, sino todo amante de la historia y la cultura a secas.